Una fugaz indagación a los temas y referencias que subyacen tras la nostálgica La forma del agua.
“What would an ocean be without a monster lurking in the dark? It would be like sleep without dreams”.
Werner Herzog
Sumergirte en el agua involuntariamente tras ingresar el proyectil en el cuerpo. Un vahído marino, adentramiento inconsciente, la sangre fluye y se aúna con el agua salada que invade tus pulmones. Mueres. Un descenso calmado hacia las tinieblas acuáticas, acompañada del único ser que te entiende en el mundo: un anfibio antropomórfico de insospechada ternura, fuerza sobrehumana y facultades curativas inciertas. Un monstruo de las profundidades submarinas que te encierra entre sus brazos con cariño y convierte tus misteriosas cicatrices de nacimiento del cuello en branquias. Uno de tus zapatos, rojos como el de Dorothy, se despide de tus pies y empieza a flotar hacia la superficie, en tanto tú te alejas hacia el abismo, feliz.
Así termina The Shape of Water. Una conclusión visualmente espléndida, aunque al mismo tiempo simple, clásica, predecible y no por ello realmente mala. La película ha seguido un modelo de historia acaso básico, pero infalible a través de la historia del cine: aquella de la persona solitaria, insatisfecha o desdichada -o todo junto- que encuentra el amor en un ser sobrenatural, preferiblemente en cautiverio. Ahora bien, la forma de conducir esa idea primaria varía muchísimo, y el caso de la última entrega del jalisciense Guillermo del Toro resulta bastante peculiar, como iremos viendo. Y es que The Shape of Water es una cinta que abraza distintos géneros y temas, como describe con gracia Anthony Lane: “todavía no puedo definirlo, Del Toro ofrece una película de horror-monstruos-musical-fuga de prisión-filme de época-espías-romance-rusos sospechosos-charcos de sangre-un vistazo a las políticas raciales y una saludable impaciencia feminista hacia hombres ya sea abusadores o que se sientan en su sofá sin hacer nada” [1].
Guillermo del Toro ha creado otra vez una película de monstruos donde el monstruo no es necesariamente el enemigo. Podríamos decir que tal situación se repite en toda su filmografía, donde siempre descubrimos que la verdadera maldad la realizan los seres humanos, pero en La forma del agua el discurso de humanizar al monstruo y demonizar al hombre sucede bajo un relato más tierno e íntimo que en otras de sus obras, sin abandonar la estilizada oscuridad a la que nos tiene acostumbrados. Del Toro es un artesano del celuloide que en esta historia se expone con la seguridad y el corazón de alrededor de 30 años desde sus inicios en el cine, con nueve largometrajes, desde la insólita Cronos (1993) con el confundido vampiro Federico Luppi hasta el encuentro del anfibio antropomorfo y Elisa.
La forma del agua es un relato empático y hechizante que nos cuestiona desde distintos espacios: el amor, como idea, como percepción, como posibilidad, ¿qué es el amor? ¿Cómo entregarse? ¿A quién amar? ¿Podemos amar a un monstruo? La soledad como condición, como una espera muda a cierta libertad, aquella de la amistad, aquella del amor. La guerra y la historia, el secretismo y el apremio por el poder y el anhelo de poder. El reconocimiento y celebración de la otredad, la conciencia de la segregación, el encontrarse en lo diverso. El homenaje a la creación, la nostalgia obsesiva traducida en miles de referencias. La vida como fantasía, la probabilidad de acariciar un suceso mágico, inefable. “Durante nueve películas he ido reinventando los miedos y los sueños de mi infancia, y esta es la primera vez que me expreso como un adulto sobre temas que me preocupan como adulto”: para Guillermo Del Toro, autor de esa cita [2], La forma del agua ha sido una oportunidad para, en sus propias palabras, salir del cascarón. Yo diría que lo hizo mucho antes, con El laberinto del fauno (2006), pero es cierto que jamás ha concebido una película tan redonda, que le guste a la academia, a la crítica y a la audiencia (con ciertas excepciones): ¿qué la hace tan especial?
El cuento

Elisa Esposito (Sally Hawkins) es una empleada de limpieza en un laboratorio secreto del gobierno estadounidense en Baltimore. No, no es la Baltimore de The Wire, no hay drogas ni pandillas ni persecuciones policiales. Es más un Baltimore de Mad Men. Estamos en la década del sesenta, en plena Guerra Fría. Todo está impregnado de una elegancia desbordante y nostálgica, la belleza de lo clásico, de lo que fue. Elisa es una huérfana muda que se comunica con la lengua de señas. Sus únicos amigos son Zelda (Octavia Spencer), su colega en el trabajo, leal amiga y esposa, dueña de un sarcasmo que roza la irreverencia; y Giles (Richard Jenkins), su vecino, un quincuagenario ilustrador gay que vive frustrado por sus deseos y aspiraciones. Una tarde, Elisa descubre en su trabajo a un anfibio humanoide en cautiverio, recién secuestrado desde Sudamérica. Una criatura inteligente que visitará cada noche a escondidas, conociéndose y aprendiendo el uno del otro. Así, ella se enamorará perdidamente. Enterada de la futura vivisección de su amado como parte de la experimentación en la Carrera Espacial, Elisa planeará la fuga de la criatura, para salvarla de la muerte y retornarla al mar. Científicos, militares malvados y espías rusos de por medio. Esa es la película.
Una brevísima disección
Nada en The Shape Of Water es gratuito. Pensemos en los colores. Esa presencia intensa del verde y acaso el rojo -en menor grado- me remiten irremediablemente a la Amélie (2001) de Jean-Pierre Jeunet, aunque empleados de forma distinta. El verde se encuentra en cada fotograma. El monstruo es verde, las calles de la ciudad, los pasadizos del laboratorio, ambos comparten esa tonalidad ocre verdosa. Strickland (Michael Shannon), el villano de la historia, está rodeado de verde: ingiere caramelos verdes, las heridas putrefactas de sus dedos son de un verde ennegrecido, su vehículo es verde, su obsesión y objetivo principal es capturar y asesinar a un monstruo verde… Elisa y Giles degustan pies de limón verdes, a Giles le sugieren que su ilustración debería tener más verde, ‘el color del futuro’. Elisa viste verde para ir al trabajo hasta luego de consumar su relación con el bípedo anfibio, que empieza a vestirse de rojo. La criatura protagonista es a su vez dueña de un verdor azulado y orgánico. El agua también representa un elemento esencial. Es el origen del monstruo y es también el origen de Elisa: abandonada y hallada en el río, huérfana de toda la vida que lleva esas cicatrices en el cuello desde que tiene recuerdo. Cicatrices parecidas a las branquias de su futuro interés amoroso, quien a su vez comparte con ella la incapacidad de comunicarse con el lenguaje verbal. El agua es asimismo el espacio idóneo de Elisa, quien cada mañana disfruta su sexualidad anegada en la soledad de la tina de su baño. ¿Por qué esa conexión con el agua? ¿Es Elisa Esposito una suerte de híbrido perdido de humano y bípedo anfibio que finalmente halló su lugar en el mundo? Su nombre es otro detalle interesante. Esposito es un apellido italiano cuyos orígenes se remontan a una forma general de designar a los niños abandonados -al igual que Expósito en español-. Y mejor no sigo teorizando, prefiero divagar más (antes que enquistarme en la semiología). Acabaré sosteniendo que sí, nada en esta película es gratuito y eso la hace muy interesante, pero también algo exagerada, pues tantos detalles fallan al explicarnos demasiado. Esto puede arruinar la experiencia de muchos, en mi caso era perceptible pero no impidió que sucumbiera a la historia con una sonrisa.

Otro factor notorio es el tiempo. La forma del agua funciona también como un meticuloso filme de época. Según Del Toro, situar la historia en 1962, tiempos de tensión política, de revoluciones culturales, pero a su vez de silencio, tiempos de expectación por el futuro; ese periodo le otorgó al director el escenario perfecto para traer a una criatura de un pasado antiguo en una historia de amor. Una suerte de espejo a nuestro presente que le permite, desde el pasado, interactuar con problemáticas actuales con sosiego y sin distracciones. “La Guerra Fría y la obsesión de la gente por el futuro: eran tiempos de difícil comunicación, pero a su vez era el último cuento de hadas en Estados Unidos, un momento en el que América sueña a sí misma con lo que concebimos como la América moderna. Ahora, si la historia fuese en nuestros días sería como algo que ves en las noticias, las redes sociales y blablablá, pero si digo Había una vez en 1962, entonces se convierte en un cuento de hadas para estos tiempos difíciles”, afirmó [3] para el Minnesota Daily.
Así, situarlo en ese periodo traduce con claridad algunos temas de la película. Podemos ver esto con los personajes secundarios -los mejores de todo el relato-: Zelda y Giles, una mujer afroamericana y un homosexual que no ha salido del closet. Con nuestros protagonistas mudos, Zelda y Giles tienen más líneas que cualquier otro personaje y aquello resulta un contraste con relación al racismo y homofobia imperante de los años sesenta en Estados Unidos y el resto del mundo, y a su vez un eco a la realidad actual de esos problemas. Pienso que esto es acertado como discurso, pero aquí debo coincidir con una de las críticas de Ricardo Bedoya -quien definitivamente no guardó el mejor recuerdo de la película-, aquello que él denominó ‘el triángulo de la corrección enfrentado a la maldad’, en sus palabras: “una mujer muda que limpia los baños, su compañera afroamericana, que malvive con un cónyuge indolente, y el amigo mayor y homosexual que oculta tanto su deseo como su identidad. Por cierto, estos avengers, que son parias de la sociedad, acometen una proeza final con el apoyo de un ‘ruso bueno’, porque hay otros que son malísimos”. En otras palabras, de pronto se siente forzada la condición de estos personajes, en especial estando juntos. Que existan y que cohabiten esta diégesis no afecta la historia, la enriquece, sí, pero también alimenta un hastío por connotar la corrección política en el cine -y toda obra de arte en general-, una demanda de nuestros tiempos que puede darse por hipócrita. The Shape of Water no está exenta de faltas. Y aquí dejo el debate, para pensarlo.
El hacerlo un filme de época la aproxima todavía más a la ya similar temáticamente El laberinto del fauno: ambas cintas suceden mezclando sucesos de posguerra reales con hechos ficticios o mágicos, tienen a una protagonista femenina, infantil y temeraria, y presentan a los militares como enemigos inhumanos.
Como sostuve antes, la película funciona también como un homenaje al pasado del cine, y está ambientación en el primer lustro de la década del sesenta torna las referencias palpables, deliberadas: lo demuestran ejemplos como The Story of Ruth (La historia de Ruth), la película bíblica de 1960 que se proyecta en el cine debajo del departamento de Elisa, o los programas que se ven en la televisión de Giles, como Mr. Magoo o Mister Ed, ambos de la misma década. Tales detalles están observados al milímetro. Y como esos, otros tantos homenajes al cine clásico, de terror, serie B, así como también alusiones y referencias a la filosofía platónica, la mitología clásica, a los cuentos de hadas de los Hermanos Grimm… La forma del agua está plagada de una curiosa intertextualidad. Todo esto me lleva a divagar un poco: ¿cuáles son las influencias de esta película? ¿A qué se parece?
Los primeros monstruos

Ahora volvamos al final. La escena me remite con intensidad al final de Le Grand Bleu (1988) o Azul profundo, como la conocimos en español, una de las mejores películas del francés Luc Besson. Jacques Mayol, el retraído apneísta fascinado por los delfines, acaba encontrándose con uno en su descenso voluntario al fondo del océano, y se deja llevar por él, hacia una oscuridad tan hermosa como desconocida. Son cierres que solo se parecen exteriormente, pues aquel de Mayol es un desenlace abierto: ha dejado a su novia embarazada y no volverá jamás, no sabes qué pasará, la muerte es una posibilidad -acaso la más realista-, como también lo es descubrirse como delfín y perderse en el agua. Ya sea una o la otra, será lo mejor para él. Además, a diferencia de la última ganadora del Óscar a Mejor Película, este no es un final feliz. Besson es ya un clásico contemporáneo que honestamente tiene algunas películas muy regulares (pienso en las últimas), a diferencia de Del Toro, quien ha mantenido un universo creativo propio, en armonía, singular (a pesar de ciertos altibajos). ¿Por qué compararlos? La escena de esta película me asalto de repente al terminar The Shape of Water. Una relación mucho más interesante que aquella con Splash (Ron Howard, 1984) de la que se han mofado tanto en Internet, donde tenemos ese encuentro final visualmente similar, quizás más ochentero, divertido, simplón. Y eso no está mal: Splash nunca apuesta por ser una obra de arte, a diferencia de Del Toro y su película, donde el concepto, esfuerzo y cuidado no pasan desapercibidos.
Vámonos a la que quizás sea la referencia más remota y esencial. Del Toro habla de su obsesión de la infancia por El monstruo de la laguna negra (Creature from the Black Lagoon, Jack Arnold, 1954), el clásico de Universal Studios. “Tengo La forma del agua en mi cabeza desde los seis años, no como una historia, más bien como una idea. Cuando vi a la criatura de la laguna negra nadando debajo de Julie Adams pensé ‘esto es lo más poético que veré en mi vida’. Estaba sobrecogido por la belleza. Quería que ellos terminen juntos”, comentó en una entrevista [4] en Los Angeles Times. La semilla de esta película lo ha acompañado durante décadas, incluso propuso a Universal hacer una nueva versión enfocada en la perspectiva de la criatura, donde acabe formando una pareja con la protagonista. Una idea que, como muchos proyectos de Del Toro, se cocinó en el aire hasta esfumarse, aunque en este caso quizás no fue un infortunio, pues el fruto de aquel esfuerzo devendría en la cinta que se ha llevado todos los galardones (y que hoy motiva estas líneas).

Ahora bien, El monstruo de la laguna negra probablemente no hubiera existido de no ser por la imaginación de otro señor de los monstruos, el maestro del terror y la ciencia-ficción H. P. Lovecraft y particularmente un par de sus relatos, conocidos en español como Dagon (1919) y La sombra sobre Innsmouth (1936). En la primera, un marino y ex prisionero de guerra naufraga hasta una isla donde descubre un extraño monolito cubierto de inscripciones y relieves pictóricos que representan un mundo submarino y sus habitantes, peces humanoides, regidos por Dagón, el Dios-pez, quien aparentemente lo ataca y desmaya. Un episodio que lo traumará de por vida y conducirá a un horroroso desenlace. En la otra historia, el narrador llega al pueblo costero de Innsmouth, Massachusetts, donde acaba descubriendo que los pobladores llevan años cruzándose con los Deep Ones (o Profundos), unos seres submarinos cual peces-anfibios antropomorfos, y que además él desciende de un marinero local, y por ende, de los Deep Ones, revelando así su condición de híbrido, poco a poco transformándose en un monstruo… ¿Recuerdan a Elisa, abandonada cerca al río, con sus cicatrices en el cuello que luego le permiten respirar bajo el agua, cual branquias? ¿Podríamos decir que ella es otro híbrido de los Deep Ones? Las conexiones que establece Del Toro están allí, silentes.
Volviendo al cine, la más reciente e involuntaria similitud quizás sea el cortometraje holandés The Space Between Us (Marc S. Nollkaemper, 2015). Tenemos allí una suerte de futuro postapocalíptico donde la contaminación ha condenado el planeta, todos portan tanques de oxígeno y visten máscaras. En ese contexto surge Juliette, una humilde trabajadora de limpieza en un laboratorio donde acaban de enjaular a Adam, un tritón perteneciente a un mundo inteligente submarino, cuyas branquias son la obsesión de los científicos para salvar a la especie humana. Sus casi trece minutos fueron suficientes para las comparaciones e incluso mencionar plagio, cosa que el director desmintió con soltura, asumiendo que “seguramente Del Toro y yo hemos visto las mismas películas”. Aquella es una afirmación sabia, después de todo, la historia detrás de The Shape of Water es un perfecto ejemplo de un viejo discurso, aquel que sostiene que toda historia ya ha sido contada y solo nacen nuevas versiones (olvidables o memorables). De pronto esto es algo en lo que no reparó el hijo del fallecido dramaturgo y educador norteamericano Paul Zindel, quien a inicios del 2018 acusó a Del Toro de haber plagiado una obra de teatro que su padre escribió en 1969, Let Me Hear You Whisper, donde una empleada de limpieza -sí, otra- conoce y se ve atraída por un delfín inteligente que solo se comunica con ella y vive en cautiverio en el laboratorio secreto donde ella trabaja. Al descubrir los planes siniestros de los científicos, arriesgará su vida en un intento de secuestrar al delfín y llevarlo a la libertad. El litigio por plagio que suscitó esta denuncia despertó una ola negativa para Guillermo del Toro que no llegó a eclipsar el éxito de la película (al contrario, lo popularizó más). Del Toro niega las acusaciones y afirma que jamás vio la obra de los años sesenta, ni siquiera en su adaptación televisiva. Después de todo, se trata de un guion muy personal y que ha ido planeando en paralelo a sus otras obras y de forma paulatina, desde el 2011. En una entrevista en México, Del Toro incluso reveló que La forma del agua fue un proyecto decisivo en su carrera: se había jurado a sí mismo que, de no realizarse, se retiraría como cineasta para siempre.
Cierto o no, lo que sí debemos dar por sentado es que existe toda una plétora variadísima de relatos sobre amor interspecies, tanto en el cine como la literatura. Tenemos la novela corta Mrs. Caliban (1982), de Rachel Ingalls, que ha sido reeditada por primera vez el año pasado, muy probablemente a raíz de la fama de The Shape of Water: en ella, una solitaria ama de casa empieza una curiosa y surreal relación con un anfibio humanoide llamado Larry.

La cinta de culto soviética Chelovek-amfibiya (Vladimir Chebotaryov y Gennadi Kazansky, 1962) o El hombre anfibio, narra el trágico romance de un joven con branquias de tiburón que vive bajo el agua y una bella chica, hija de un pescador de perlas, quien buscará explotar las habilidades del protagonista. Swamp Thing o La cosa del pantano (Wes Craven, 1982), sugiere una atracción entre un científico convertido en un monstruo híbrido de planta y animal y una joven representante del gobierno. The Fly o La Mosca (David Cronenberg, 1986) tiene a otro talentoso científico convertido por accidente en una mosca humanoide gigante, pareja de una infortunada periodista que deberá lidiar con esta situación de pesadilla. La Belle et la Bête o La bella y la bestia (Jean Cocteau, 1946) narra la historia de una hermosa joven del pueblo que acaba como prisionera en un palacio misterioso donde reina una bestia que desea casarse con ella. Parecida a ésta es la clásica King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933), donde también tenemos un monstruo en cautiverio que se enamora de una mujer bella. Edward Scissorhands o El joven manos de tijera (Tim Burton, 1990), acaso con un monstruo menos monstruoso, nos propone el romance entre un adolescente artificial (¿un androide? Nunca lo tuve claro) que ha vivido aislado toda su vida en una mansión gótica y una apasionada chica con la que aprende a vivir en un vecindario estadounidense. Y tantos otros títulos (muchos de los mencionados son adaptaciones de novelas, cuentos o cómics). The Shape of Water no es definitivamente una película pionera o con una trama muy original: se trata de una vieja historia, pero con un giro creativo distinto, quizás edulcorado o atiborrado de detalles y referencias que pueden tanto encantar como saturar, mas de una factura que embelesa con sus colores y diseño. Hipnótica, especialmente en un primer visionado.
Ahora hablemos de la criatura o The asset, nombre clave con el que lo bautizan los científicos y militares en la historia (aunque en los créditos figure como Amphibian Man). Aquel tritón que atisba silente y con recelo desde la oscuridad del tanque de agua donde está aprisionado. Un bípedo escamoso de ensueño, divinidad marina proveniente de alguna tierra subacuática recóndita. Ciertamente: fue hallado en un río de Sudamérica, donde los locales lo consideraban un Dios. Es una referencia inmediata a El monstruo de la laguna negra, donde el relato transcurre en pleno Amazonas.

Al mismo tiempo, el protagonista de La forma del agua me hace pensar en una criatura perteneciente a nuestro repertorio fantástico: el Yacuruna, uno de los seres mitológicos más importantes de la Amazonía del Perú. De acuerdo con la leyenda, el Yacuruna (del quechua Yaku, agua y Runa, hombre), es un humanoide con facciones de anfibio o reptil, de piel verdosa. Reina sobre todos los peces y reptiles marinos, con quienes puede comunicarse.

De noche, bajo el claro de luna, se transforma en un hombre apuesto y seduce a jóvenes mujeres para secuestrarlas y adentrarlas en las acuosas profundidades de su reino, de donde no regresan jamás. ¿Será que Jack Arnold escuchó este mito años antes de la película? ¿De pronto se agenció un ejemplar de Mitos y Leyendas del Perú de César Toro Montalvo? Quizás no, pero la verdad va por ahí.

En 1941, en una cena durante la filmación de Ciudadano Kane, William Alland, productor de El monstruo de la laguna negra y en ese momento actor que daba vida al reportero Thompson en Kane, descubrió en una conversación con el director de fotografía mexicano Gabriel Figueroa que en el río Amazonas existían mitos sobre hombres mitad pez, mitad anfibios. Inspirado, Alland, también escritor, empezó con el borrador de una historia llamada The Sea Monster (El monstruo marino), influenciado por La bella y la bestia. Años después, en 1952, Maurice Zimm transformaría esta historia en el guion de la película, bautizado como The Black Lagoon (La laguna negra). Así empezó todo. Y décadas más tarde, tendríamos La forma del agua.
Agregaría incluso que Del Toro se influenció de sí mismo, para ser exactos, de otra de sus criaturas, el anfibio humanoide Abe Sapien de las dos películas de Hellboy, también interpretado por Doug Jones (como muchos otros monstruos de su repertorio), a quien se asemeja muchísimo. Jones también dio vida al Fauno y al Hombre Pálido en El laberinto del fauno, otra de las obras más personales de Del Toro -acaso la más lograda-. Jones: ciento noventa centímetros que con su grácil y espigada figura y largas extremidades y dedos lo vuelven un perfecto extraterrestre; un ex mimo y contorsionista que conjura monstruos con su cuerpo.

Una criatura cercana al director mexicano, y que en una ocasión aseveró que, en el submundo del diseño de monstruos, Del Toro era el maestro, “por ser un fanboy”. Una verdad que evidencia el viscoso protagonista de La forma del agua, un ser de una extraña y expresiva belleza: detrás de esas escamas, garras y azulea fluorescencia, contemplamos un ser curioso, triste, al acecho, apasionado o feliz, cuyo diseño y efectos le tomaron años -y mucho dinero- a Del Toro, pero que lo reafirman una vez más como un creador de monstruos por antonomasia. Algo que hace unos años recordó con acierto Daniel Zalewski para The New Yorker, cuando propuso la famosa escena del ‘Troll Market’ escondido bajo el puente de Brooklyn en Hellboy II (2008) como una nueva versión de la galería de alienígenas del hampa en la cantina de Mos Eisley de Star Wars (1977), una de las escenas más memorables de la historia del cine. Pensar en todo esto siempre me regresa a la misma pregunta, ¿cómo hubiera sido The Hobbit dirigida por Del Toro, el proyecto por el que soñó y entregó tanto para al final acabar aislado del mismo y reemplazado por Peter Jackson? Jamás lo sabremos.
Pienso en una memorable escena de Giles con el Hombre Anfibio. Embobado ante el misterio de su belleza mientras lo dibuja sentado en la bañera del departamento de Elisa, Giles lo asalta con una pregunta: “¿siempre has estado solo?” La criatura permanece inmutable, mirándolo. “Alguna vez tuviste a alguien? ¿Sabes qué fue lo que te pasó? Porque yo no. No sé qué me pasó… ¡No lo sé! Miro al espejo y lo único que reconozco son estos ojos. En este rostro de hombre viejo. Sabes, a veces creo que nací demasiado temprano o demasiado tarde para mi vida”, admite, dejando la silla y sentándose junto a la criatura. “Quizás ambos somos tan solo unas reliquias”, concluye rendido, y el monstruo reacciona con un breve parpadeo…
Maybe we’re both just relics. Seres sobrevivientes de un tiempo anterior. Seres de una historia pasada o un mundo equivocado, en cuyo encuentro se traducen muchas de nuestras inquietudes. Admito que se trata de un lugar común, la soledad del eterno inadaptado, de aquel que siempre se siente fuera de lugar, pero creo que me quedo con esa escena, esa identificación de la película y con ese ejemplo en particular (aunque ello se pueda ver entre otros personajes, con énfasis en la pareja protagónica).
A través de The Shape Of Water, Guillermo del Toro cambia las reglas del subgénero del cine de monstruos, como ha venido haciendo en toda su filmografía. Insiste en una subversión ya instaurada, mas de pronto nunca tan orgánica: los monstruos no son solamente maldad, perversión y destrucción. Pueden ser encantadores, románticos, graciosos, heroicos o melancólicos. Pueden sentir al punto de abrazar la humanidad, acercarse a ella sin entregar su monstruosidad, amar sin importar especies, lenguajes o mundos, incluso dietas (sino pregúntenle a Pandora, el gato de Giles) y sin abandonar los fondos abisales de los que provienen, al contrario, llegan para mostrártelo e insinuarte que los sigas. Te invitan.
[1] Traducción y edición mía del siguiente párrafo de Anthony Lane en The New Yorker (edición del 11/12/2017): … Del Toro, no less eager to mix his modes, delivers a horror-monster-musical-jailbreak-period-spy-romance. It comes garnished with shady Russians, a shot of racial politics (Strickland talks to Zelda about “your people,” meaning African-Americans), puddles of blood, and a healthy feminist impatience with men who either overstep the mark or, like Zelda’s husband, sit on their butts and do zilch.
[2] Traducción y edición mía de la siguiente cita de Del Toro para una entrevista de IndieWire: This movie is a healing movie for me…For nine movies I rephrased the fears of my childhood, the dreams of my childhood, and this is the first time I speak as an adult, about something that worries me as an adult. I speak about trust, otherness, sex, love, where we’re going. These are not concerns that I had when I was nine or seven.
[3] Traducción y edición mía de la siguiente cita de Del Toro para una entrevista del Minnesota Daily: …I thought, ‘Well, if I do it about today it becomes too topical about the news. We get it in the news and social media and blah, blah, blah.’ But if I say once upon a time in 1962, it becomes a fairy tale for troubled times. People can lower their guard a little bit more and listen to the story and listen to the characters and talk about the issues, rather than the circumstances of the issues.
[4] Traducción y edición mía de la siguiente cita de Del Toro para una entrevista del Minnesota Daily: I’ve had this movie in my head since I was 6, not as a story but as an idea,” he told the site. “When I saw the creature swimming under Julie Adams [in Creature From the Black Lagoon], I thought three things: I thought, ‘Hubba-hubba.’ I thought, ‘This is the most poetic thing I’ll ever see.’ I was overwhelmed by the beauty. And the third thing I thought is, ‘I hope they end up together’.